Hace unos treinta años atrás, en nuestro medio, un emprendedor era visto como un ser diferente que se tomaba muy en serio su independencia. La sociedad no le prestaba mucha atención a esos personajes que tenían la osadía de querer poner negocios propios con base a una idea fuera de lo habitual.
El concepto de emprender era visto con recelo por los profesionales y la gente en general. En realidad, la aspiración fundamental y válida de muchos era ser funcionario de alguna organización importante o trabajar para el gobierno en un buen puesto.
Algunas universidades no estaban tampoco convencidas en fomentar el deseo del negocio propio entre los jóvenes, sino más bien cumplir con la labor de capacitarlos para incorporarse a las empresas establecidas o instituciones estatales, como casi único camino hacia la estabilidad y el crecimiento personal.
Todo nos indica que tanto la percepción como la esencia del ser emprendedor ha variado sustancialmente en los últimos años, principalmente por su importancia como generador de empleo e impulso para el desarrollo.
Jim Collins define al emprendedor como aquel que tiene una fe absoluta de que va a tener la habilidad suficiente como para resolver todo lo que se le presente y una paranoia realista ante el posible impacto que le puedan ocasionar los múltiples problemas del entorno. Tiene que estar preparado para lo imprevisible y lidiar con ello con habilidad, nos dice.
La nueva realidad agrega a esa definición que debe tener capacitación, inspiración, creatividad y ser arriesgado por naturaleza.
El ser emprendedor demuestra sus destrezas cuando se adapta rápidamente a los cambios inéditos, como por ejemplo los que se presentan en esta época tan particular de la historia. Pero ello no basta, también debe aprender a asesorarse bien en cada área que consoliden su actividad, incluida la comunicación comercial.
– Gustavo Halsband